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La flor que siempre quise en mi jardín

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Solo tiene un año y medio pero su cuerpo es fuerte y su naturaleza poderosa.   Por las noches, en la cama, se tumba sobre mí, su cabeza en mi pecho, cada centímetro de su cuerpo pegado al mío. Tiene un chupete fluorescente que le compré en una farmacia, y siento una ternura inmensa cuando, en la oscuridad de la habitación, lo veo subir y bajar, con ese gesto de succión tan característico de los lactantes. La luz de la inocencia guiándome en la noche.   Pero ni en ese desvalimiento del sueño pierde su fuerza. Está siempre alerta, como un animal. Es astuta, primaria, instintiva. A veces ese instinto se confunde con arrojo y otras con cobardía. Su valentía es la del gorrión que salta de la rama una y otra vez, hasta aprender a batir las alas. La del león que pelea cuerpo a cuerpo con su hermano, como aprendizaje de las guerras que les tocará librar. Sus miedos, los que le dicta su sabiduría prehistórica: insectos, ruidos agresivos, animales grandes... todo lo que pueda hacer peligrar su e

Yo me quedo en casa

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Lo último que hizo antes del encierro -lo recordaba aún, como recordamos lo que hacíamos la mañana de aquel 11 de septiembre- fue comprar un nuevo teclado para su ordenador. Una suerte, porque de otro modo hubiera pasado la cuarentena tecleando con un alfabeto repleto de agujeros. -“Ola, kmo stas?”- como los adolescentes cuya ruidosa efervescencia escuchaba desde la ventana, y que ahora debían de estar enjaulados en sus casas, frustrados y malhumorados sin el contacto con su tribu.  Él ya no era ningún adolescente. Tenía cuarenta y tres años, dos hijos y una vida funcionarial de empleado en una empresa de consultoría. Redactaba informes por encargo, documentos que decían lo que sus clientes querían que dijeran. Los adornaba con datos, encuestas, cifras tramposas, citas de expertos. En los pies de página, de los que se sentía particularmente orgulloso, hervían títulos de informes extranjeros, sesuda bibliografía, decenas de grandes apellidos escritos en mayúsculas y huérfanos de no

Sunny Hill

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Nos mudamos a la Calle Claudio Monteverdi una mañana de marzo de hace 27 años. Recuerdo bien el mes, porque lo primero que hice en la nueva habitación fue preparar mis invitaciones de cumpleaños. La primavera se colaba tibia por la terraza, mientras yo escribía los nombres de mis amigos en las tarjetas. Con muy buena letra, para no estropear el instante, que ya presentía materia de recuerdo.  Montada en bici, fui explorando todos los rincones de mi nuevo barrio, una urbanización recién construida en la ladera de una montaña, de calles rectas, con nombres de músicos renacentistas. Grandes casas de ladrillo con tejados verdes a dos aguas (las casas de los tejados verdes , como todavía las llaman los taxistas). Árboles recién plantados, que, por aquellos años, eran poco más que enclenques palitos, un poco ridículos en sus grandes jardineras. El bosque, a pocos pasos. Canchas de baloncesto a estrenar. Y escaleras, todo lleno de escaleras. Escaleras para ir de una calle a otra (de

Bebé de verano

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Ext. Día. Piscina. Hace calor en esta mañana de principios de agosto, pero tú duermes a salvo del sol, con tu sombrero, la camiseta de Nemo  factor ultravioleta y embadurnada de crema del 50. Qué fácil parece ahora protegerte de todo mal, ahora que respiras tranquilamente a nuestro lado, la libertad aún sin estrenar. Acaricio esas piernecillas sonrosadas, mi mano contra tu piel tan suave, mis dedos delgados surcando tu cuerpo regordete, limpio de toda mácula, dispuesto con inocente sencillez para la vida.  Te toco y te siento tan nueva... Una cabecita aún sin pelo, dejando entrever la fontanela palpitante -"hay una grieta en todo, así es como entra la luz"(*)-; los tobillos rechonchos, todavía inservibles, esa sonrisa espontánea y desdentada, las manos, recién descubiertas, moviéndose gráciles y lentas como bailarinas, tu delicada desnudez expuesta al mundo... Te siento tan nueva que mis 34 años se desploman pesadamente sobre mí y quedo convertida en un dinosaurio gran

FINISTERRE

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No termina de llegar este año la primavera. Abril la está regando y acicalando sin prisa para que, cuando estemos ya a punto de perder toda esperanza, se nos aparezca tardía pero extasiante, como esas vírgenes barrocas que salen, al fin, en procesión tras la tormenta.   Dentro de unos días, como a la tierra, a mí también me nacerá una primavera. Me brotará de dentro, como un tallo que germina en un magma misterioso y que despuntará después, jugoso y fresco. Tendrá nombre de mujer. Mientras escribo estas líneas, la primavera aletea dentro de mí, anunciando su presencia de pétalos, abejas y pájaros, elixir condensado de vida. Fantaseo con que estos últimos fríos no han sido más que un guiño, un afán de sincronía: la tierra me espera para que nuestras primaveras lleguen la vez. ¡Pero yo nunca he parido una primavera! Tampoco un otoño de piel ocre y sabor a membrillo, ni un verano que oliera a espuma de ola y a cadencia pesante y calurosa de jazz -summ

Europa: el rapto del relato.

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El  "relato" como concepto está de moda . Hoy en día, cualquier producto, equipo de fútbol, o incluso nación se nos presenta envuelta en una narrativa épica y cautivadora. A veces existe un relato natural, legible a través de las huellas que el hombre y los acontecimientos han ido dejando sobre la piel de un ser o sobre un pedazo de tierra. Como el agua que lame, redondeándolas, las piedras que duermen en el cauce de los ríos, el tiempo va esculpiendo lentamente cada historia, en una especie de braille planetario y universal. Cuando el relato no existe (o no resulta conveniente), se inventa a medida o se altera, buscando a través de su materia pegajosa adhesiones a una u otra causa.  Quizá los motivos que explican el éxito del relato en este mundo globalizado y veloz que los humanos habitamos algo atónitos, se encuentren precisamente ahí, en nuestra búsqueda desesperada de un centro de gravedad -ese al que ya cantaba Battiato -. El hombre postmoderno,  falto de referen

Catedrales

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Os propongo un juego: si sois de los que coleccionáis imanes, echad un vistazo a vuestro frigorífico y decidme qué veis. Probablemente, entre el imán con forma de pinta de cerveza y aquel que comprasteis para ayudar a la protectora de animales, hay una temática que se repite:  la de las grandes construcciones emblemáticas. Yo acabo de hacer la prueba en mi casa y he detectado varías.                                       Aún en estos tiempos veloces y llenos de estímulos, las grandes construcciones siguen ejerciendo su magnetismo. Habitan nuestro paisaje y nuestra memoria, como grandes monstruos mitológicos de los que no podemos escapar. Una vez, un amigo granadino nos contó, entre copas, la anécdota de una de esas japonesas que, enamoradas del flamenco, decidió pasar una temporada en el Albaicín, en una casa con vistas a la Alhambra. Decía que había noches que sentía que el influjo de la mágica construcción roja era tan fuerte que cerraba cortinas y persianas al grito de