Catedrales

Os propongo un juego: si sois de los que coleccionáis imanes, echad un vistazo a vuestro frigorífico y decidme qué veis. Probablemente, entre el imán con forma de pinta de cerveza y aquel que comprasteis para ayudar a la protectora de animales, hay una temática que se repite: la de las grandes construcciones emblemáticas. Yo acabo de hacer la prueba en mi casa y he detectado varías.


                                     
Aún en estos tiempos veloces y llenos de estímulos, las grandes construcciones siguen ejerciendo su magnetismo. Habitan nuestro paisaje y nuestra memoria, como grandes monstruos mitológicos de los que no podemos escapar.

Una vez, un amigo granadino nos contó, entre copas, la anécdota de una de esas japonesas que, enamoradas del flamenco, decidió pasar una temporada en el Albaicín, en una casa con vistas a la Alhambra. Decía que había noches que sentía que el influjo de la mágica construcción roja era tan fuerte que cerraba cortinas y persianas al grito de "¡que me la quiten, que me la quiten!". 



También la silueta de la catedral de Burgos (la piedra blanca sobre el cielo azul, de día; de noche, las agujas como dos grandes faros que guían los pasos del viajero) resulta magnética. 

Foto: Josep Mª Pascual

Y es que aún hoy, late bajo nuestra piel de sapiens urbanos una pulsión animal que hace que algunos lugares nos atraigan más que otros, nos inspiren más que otros. El viajero reconoce de inmediato aquellos parajes y piedras que, por su situación, belleza o energía, han ejercido un poder magnético sobre los hombres desde el origen de los tiempos. Un anfiteatro  Romano, las piedras de Stonehenge, la cima de una pirámide maya, el campanario de una catedral gótica... Tampoco los artistas (siempre con las pupilas más dilatadas que las del resto) se resisten a la fascinación de estos lugares, que llevan siglos inmortalizando.

Ítalo Calvino, en su inclasificable "Las ciudades invisibles", imagina una ciudad llamada Zaira, de la que dice lo siguiente: 

"En esta ola de recuerdos que refluye la ciudad se embebe como una esponja y se dilata. La descripción de Zaira como es hoy, debería contener todo el pasado de Zaira. Pero la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las lineas de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, cada segmento surcado a su vez por arañazos, muescas, incisiones, comas".

Creo que, de una manera un poco mágica, como propone Calvino, podríamos imaginar que todo el pasado de las ciudades se contiene y resume en sus más grandes monumentos. Me parece reconocer la misma idea de "eternidad embotellada" en el poema "Catedral", de Víctor Botas:

"Ante estas piedras súbitas 
mojadas por los siglos, 
 los hisopos, 
y también la lluvia, 
 me parece 
escuchar voces muertas,
 cánticos gregorianos,
la fatigada 
tos de los canteros"

De todos los tiempos (el del Mundo, el del Templo y el del Hombre), este último es el más insignificante. Por eso, adentrarnos en los grandes colosos sagrados nos hace un poco más eternos. Por eso, ¡ay, mortales!,  estos lugares nos resultan tan irresistibles.

Pero esta relación que experimentamos con los lugares mágicos nos hace también más sensibles a su destrucción.  Perfectos conocedores de ello son quienes practican el terror. El fanatismo violento sabe del impacto de la destrucción del Templo en los adoradores del Dios. De ello hablaban ya, desde hace milenios, los textos sagrados y los mitos. Nada nuevo bajo el sol.

Quizá por eso acertó Leonard Cohen (como acertaba en tantas cosas) en su particular recreación del retrato de un extremista radical que es "First we take Manhattan". "Guiados por una señal de los cielos", primero tomaron Manhattan (y, quince años más tarde, también Berlín).  Quienes lo vivimos, no olvidaremos nunca aquel día en el que, pegados a las pantallas de televisión, asistimos en directo al desmoronamiento de las Torres Gemelas, la más moderna representación del sueño gótico (alcanzar el cielo a través de la verticalidad, ¡sube alto, más alto!) y símbolo indiscutible  de un imperio. Pero además de la tragedia más obvia, la pérdida de miles de vidas humanas, no dejará de dolernos nunca esta imagen de los dos grandes colosos en llamas:

                                     


También impresiona aún la ferocidad de las imágenes en las que, a golpe de martillo y mortero, los yihadistas destruían en directo cientos de tesoros arqueológicos en Siria.



                                   

El vacío que estos grandes monumentos dejan tras su desaparición no es sólo físico. De la misma forma en que podemos sentir toda la historia de una ciudad condensada en uno de estos monumentos, la sensación de orfandad que deja su desaparición adquiere una dimensión social, un agujero en el relato colectivo.

Cuando en Alepo, el casco histórico de la ciudad se liberó y los civiles pudieron transitar por sus calles, las cámaras captaron a un hombre llorando ante los restos de la Mezquita destruida: "Su grandeza sólo vive ya en mi recuerdo".


                          

Pase lo que pase con los grandes colosos que dan sentido e identidad a nuestras ciudades y cuyas reproducciones, como pequeños totems, decoran nuestros frigoríficos, el ser humano seguirá construyendo más. Porque la búsqueda de la eternidad y la satisfacción de nuestra dimensión espiritual y mística a través de lo tangible (las piedras, los metales preciosos, los grandes espacios rituales) está y estará siempre en nuestra naturaleza. Disfrutémoslo.

                                      

                                            Óleo de Verónica Alcacer del Río (Niña Vero)

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