Europa: el rapto del relato.

El  "relato" como concepto está de moda. Hoy en día, cualquier producto, equipo de fútbol, o incluso nación se nos presenta envuelta en una narrativa épica y cautivadora. A veces existe un relato natural, legible a través de las huellas que el hombre y los acontecimientos han ido dejando sobre la piel de un ser o sobre un pedazo de tierra. Como el agua que lame, redondeándolas, las piedras que duermen en el cauce de los ríos, el tiempo va esculpiendo lentamente cada historia, en una especie de braille planetario y universal. Cuando el relato no existe (o no resulta conveniente), se inventa a medida o se altera, buscando a través de su materia pegajosa adhesiones a una u otra causa. 

Quizá los motivos que explican el éxito del relato en este mundo globalizado y veloz que los humanos habitamos algo atónitos, se encuentren precisamente ahí, en nuestra búsqueda desesperada de un centro de gravedad -ese al que ya cantaba Battiato-. El hombre postmoderno, falto de referentes convincentes (se nos ha desvanecido Dios, la libertad es un aire cada vez más irrespirable, y los ideales democráticos resultan muchas veces decepcionantes ante las amenazas del s. XXI, de contornos imprecisos y evanescentes) necesita saciar su apetito existencial a través de una cultura que de sentido a su vida, que la vertebre. Una historia de la que pueda sentirse parte.

Los hilos con los que se teje el relato son muchos y muy variados. Se puede recurrir a un pasado idealizado, y rescatar de él, tras quitarles bien el polvo, símbolos y héroes atractivos. Se puede bucear en la cultura pop, rock, heavy-motera o flamenca hasta encontrar elementos suficientes para recrear un universo seductor y de fácil acceso. Incluso es posible contar una historia de éxito y construir con ella una marca que evoque un mundo de lujo y sofisticación, o de tradición, ética y elevados valores. Dependiendo de la calidad de los tejidos elegidos y de sus estampados más o menos perecederos, el relato, ese abrigo frente al desamparo existencial, será sólo de temporada, o quizá un "fondo de armario" capaz de seguir generando interés generación tras generación.


Hace unos días, al hilo de un reportaje que leí en la prensa sobre la simbología del águila en la cultura estadounidense (y, curiosamente, los problemas que, en una realidad más prosaica, este animal está ocasionando en algunos de sus Estados), pensé en la densa y poderosa narrativa nacional que este país ha creado y exportado en sus relativamente pocos años de historia. 

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Ello me hizo pensar en Europa y en la crisis identitaria que parece estar viviendo nuestro continente en los últimos tiempos. Y caí en la cuenta de que Europa, por no tener, no tiene ni un ave ni animal que la simbolice. Para tratar de paliar este sentimiento de orfandad, he intentado prestar atención a los paisajes cotidianos de la Europa que conozco, a lo que veo desde los cristales de los coches, o a través de la ventanilla del tren cada vez que viajo. Mi objetivo: buscar un animal (un ave, preferiblemente) que se repitiera desde las catedrales góticas del norte, de piedras grisáceas sobre cielo brumoso, a los barrios enteros pintados de blanco y albero del Puerto de Santamaría. Y si he encontrado algún elemento vertebrador, han sido las cigüeñas.  He visto cigüeñas en cruceros de iglesias, en campanarios, en estructuras fabriles. Cigüeñas en la heráldica alsaciana, en pueblos polacos y extremeños, y hasta en un cuartel militar abandonado de Sevilla.
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Las cigüeñas nos traen a los bebés de París (parece que, curiosamente, a los parisinos les llegan de Estrasburgo), y predicen el inicio de las estaciones y hasta la climatología ("por San Blas..."). Además, estas aves se parecen a nosotros en algunas cosas... les gusta la vida en pareja, son bastante paritarias (macho y hembra se ocupan ambos del cuidado de los polluelos), y se organizan en grupos grandes junto a los que emprenden su particular trashumancia anual. Tenemos también en común nuestra conexión con África, donde las cigüeñas se refugian de los rigores del invierno. De África llegamos también nosotros como especie, y de África siguen llegando muchos de los nuevos moradores europeos.  

Bien -me dije-, tenemos el ave. Pájaro elegante, de vuelo majestuoso. Hábitat africano-europeo. Mirada de perspectiva privilegiada. Carácter pacífico y familiar. Pero... ¿y ahora?  ¡Nos falta aún tanto relato!

Justo en los días en los que andaba dando vueltas a esta idea, llegó a mis oídos, a través de una emisora de radio francesa, un 
discurso de Jean-Pierre Vernant que, al parecer fue escrito para el cincuenta aniversario del Consejo de Europa. El texto, entre la metáfora y el mito, nos ofrece una idea muy sugerente de Europa, como un hogar sólido y protector, de profundas raíces, pero también hospitalario con el visitante y abierto al exterior.  Aquí  podéis leer un extracto del texto en francés y, a continuación, para quien prefiera leerlo en castellano, mi humilde (y muy libre) traducción: 

"Atravesar un puente, cruzar el río, franquear una frontera, es alejarse del espacio íntimo y familiar en el que uno encuentra su sitio para penetrar en un horizonte diferente, un espacio extranjero, desconocido, no exento de riesgos, donde enfrentarnos al otro y descubrirnos sin un lugar propio, sin identidad. Tal es la polaridad a través de la que el espacio humano se construye: con undentro y un fuera. La antigua civilización griega expresó este dentro seguro, cercado, estable, y ese fuera inquietante, abierto, cambiante, bajo la forma de una pareja de divinidades unidas y opuestas: Hestia y Hermes.

Hestia es la  diosa del hogar, el corazón de la casa. Ella crea el espacio doméstico, al que dota de profundas raíces, un dentro fijo, delimitado, inmóvil, un centro que congrega al grupo familiar, asegurando su asentamiento espacial y confiriéndole permanencia en el tiempo, seguridad frente al exterior.
Mientras que Hestia es sedentaria, y se encuentra apegada a los humanos y a las riquezas que ellos cobijan, Hermes es vagabundo, nómada, trotamundos; viaja sin descanso de un lado a otro, se ríe de las fronteras, de los cerrojos, de las puertas, que atraviesa a su antojo, como si se tratara de un juego. Maestro de los intercambios, de los contactos, de los puntos de encuentro, él es el dios de los senderos que guían al viajero, el dios también de las extensiones salvajes y vírgenes, de las tierras en barbecho donde pastan los rebaños, riquezas de las que Hermes es responsable, al igual que Hestia vigila los tesoros escondidos en las casas.

Divinidades que se contraponen, pero que son también indisociables. Un fragmento de Hestia pertenece a Hermes, una parte de Hermes vuelve siempre a Hestia. Porque es sobre el altar de la diosa, en el centro de las moradas privadas y los edificios públicos, donde, según los ritos, se acoge, alimenta y da cobijo al extranjero venido de lejos; el altar de Hestia como anfitrión o embajador del dentro. Y es que para que haya verdaderamente un dentro, hace falta que éste se abra sobre el fuera para acogerlo en su seno. 

Cada ser humano debe asumir su parte de Hestia y su parte de Hermes. Para ser uno mismo hay que proyectarse sobre el que es extranjero, prolongarse dentro de él. Permanecer encerrados en nuestra identidad nos conduce a perdernos, a dejar de ser. Nos conocemos, nos construimos por el contacto, por el intercambio, por el comercio con los otros. Entre las orillas de uno mismo y del otro, el Hombre es un puente"



Hermes y Hestia

Qué afortunada y plagada de simbolismo esta idea del hombre como puente (bridge over troubled water). Qué apropiada justo en este momento, en el que Europa (y no sólo Europa) se escora a posiciones radicales de dentro o fueraante los problemas y amenazas que está obligada a enfrentar. Qué inspiradora esta historia de divinidades contrapuestas que, sin embargo, se necesitan mutuamente...

Hestia, la única deidad que no habitaba en el Olimpo con los demás dioses, y que prefería vivir con los pies en la misma tierra que pisaban los humanos, junto a ellos, tal era el amor que les profesaba. Sin ella, la divinidad del fuego civilizado, el corazón del espacio doméstico, Hermes perdería toda raíz, todo pie a tierra. Sin ella, Hermes no sería más que un nómada desnortado...

Hermes, el explorador, el viajero, el comerciante, el que trae de un lado para llevar a otro. El movimiento, el plus-ultra, el camino, el cambio. Sin él, la morada languidecería a falta de colores y sonidos nuevos, de objetos e ideas que intercambiar. Sin él, el dulce hogar se convertiría en una jaula, en un lago hediondo de agua estancada.

Así, con esa unión tan antagónica y a la vez tan perfecta como referente, es como imagino que tenemos que seguir construyéndonos. 

Y, volviendo al relato... tenemos el de Jean-Pierre Vernant, tenemos a nuestras cigüeñas, que últimamente incluso se quedan a pasar el invierno con nosotros... Tenemos la mitología clásica, de la que bebe toda la cultura posterior. Tenemos la ópera, el cuattrocento y el cinquecento italianos. Fuimos los inventores de esa perfecta imperfección que es la democracia, que, pese a algún tropiezo, tratamos de mantener sana y con vida. Tenemos la dieta mediterráneala seguridad social, la educación pública, trenes y autopistas de calidad. Tenemos Roma, Atenas, París, Berlín, Lisboa, Granada, Viena, Pompeya... Tenemos templos, catedrales y mezquitas en pie desde hace siglos. Tenemos la socialdemocracia, ese invento tan tristemente eclipsado por los ultra liberalismos y los populismos en boga. Tenemos ciudades paseables, donde uno puede permitirse el lujo de vivir sin coche. Tenemos hasta un nombre precioso, consecuencia, dicen, de la búsqueda desesperada que, tras enterarse de su rapto, inició el padre de Europa por todos los confines de la tierra conocida. "¡Europa, Europa!", gritaba. No encontró a su hija pero, sin saberlo, bautizó a todo un continente. 



Igual sí tenemos un relato. Igual lo que sucede, simplemente, es que no nos lo estamos contando.



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